14 junio 2011

Jorge Luis Borges.

(Buenos Aires, 24 de agosto de 1899 - Ginebra, 14 de junio de 1986)

Homenaje a los 25 años de su muerte.

“¿Quién serás esta noche en el oscuro sueño?”
(inspirado en fragmentos de poemas, entrevistas, cuentos y vida de Jorge Luis Borges)

El 14 de junio de 1986 había sido un duro día de trabajo, cosa irregular en realidad, porque a pesar de lo tediosas que pueden volverse las horas cuando uno está sentado durante tanto tiempo en una biblioteca atendiendo a la gente y contestando a sus preguntas, resulta verdaderamente imposible dejar de maravillarse con ese mundo fantástico de palabras y lectura. El solo hecho de estar inmerso en un ambiente literario, tal como lo es la Biblioteca Nacional, nos lleva a aquel estado de quietud y serenidad que hoy en día parece cada vez más difícil de alcanzar: la paz. Sí, ciertamente, al verme rodeado de todas aquellas obras y de aquel silencio tan particular (roto tal vez por el sonido de las frágiles páginas que delicados dedos pasan, o por el suave golpe de los libros saliendo de o volviendo a sus respectivos estantes), logro sentir paz.
Pero no el 14 de junio de 1986. Nunca olvidaré ese día.
Aquella mañana, extrañamente, algo comenzó a perturbarme; en ese entonces aún no sabía qué. Se trataba de una clase de presentimiento: no sabía cómo, no sabía por qué, pero sí sabía que algo había sucedido, pues la calma que sentía en mi lugar de trabajo jamás se había visto afectada.
En lo que restó del día, estuve distraído, cosa curiosa en mí, pues soy capaz de abstraerme de los lugares y de las situaciones con una facilidad que muchas veces resulta alarmante. “Estás como ido, Jorge”, solía decir mi abuela cuando me encontraba en ese estado de peculiar ausencia. Pero, si ella se hubiera hallado el 14 de junio de 1986 junto a mí, seguramente no habría hecho ese comentario; nunca me había sentido más atado a la realidad.
Cuando finalizó mi horario de trabajo, tomé el sombrero y la capa, y me dirigí al mundo gris de gente y ruidos que constituye la ciudad de Buenos Aires, donde la lluvia caía estrepitosamente y la calle Agüero comenzaba a inundarse. Intranquilo, tomé un taxi para llegar lo más rápido posible a mi pequeña residencia en Balvanera. Sin embargo, la congestión del tráfico retrasó el recorrido de treinta cuadras, y los que podrían haber sido cinco minutos de viaje se transformaron en veinte.
Mi intranquilidad iba en aumento. Por lo tanto, cuando el coche se detuvo frente a la entrada del sobrio pero elegante edificio, prácticamente corrí hacia la puerta, y luego no pude evitar impacientarme mientras esperaba el ascensor.
¿Qué ocurría?
La respuesta me esperaba en el fondo del zaguán de mi departamento. El sobre blanco, pequeño, que quizás en otro momento hubiera sido insignificante, resultaba aterrador a mi vista, porque por alguna extraña razón sabía que abrirlo marcaría en mi vida un punto de inflexión, un antes y un después.
En verdad digo que nunca me he caracterizado por ser un hombre cobarde, pero en aquel momento sentí un miedo terrible. Pensándolo ahora, cuando el tiempo ya me ha permitido una vez más abstraerme del mundo, puedo decir que posiblemente mi parálisis de aquel momento haya durado solamente treinta segundos; pero en ese entonces pareció una eternidad, y el debate que tenía lugar en mi acelerada mente no lograba llegar a ninguna decisión.
Finalmente, me quité con cuidado la capa, la dejé sobre la mesita caoba de la entrada, y coloqué el mojado sombrero encima. Ya sin vacilación, caminé los cinco pasos que me separaban de la carta, y me agaché para recogerla. La abrí con dedos firmes (temblorosos en mi imaginación), y sin prestar atención al remitente saqué el trozo de papel blanco que se resguardaba en su interior. Enseguida reconocí los trazos de mi querido amigo Julio Viterbo, quien hacía ya treinta años que residía en la bella capital de Escocia. Detenidamente, leí su contenido.
Cuando terminé, una infinita tristeza se apoderó de mí. La sensación de vacío me golpeó con fuerza, la carta se resbaló de mis manos, y mis ojos ardieron y se nublaron, pero ninguna lágrima cayó.
Beatriz había muerto.
Sin siquiera ser muy conciente de ello, me dirigí como un autómata hacia mi habitación y me recosté sobre la sencilla cama. A pesar de que tan solo debían ser las seis de la tarde, la lluvia parecía haber llevado la noche a la ciudad aún más temprano de lo que ya acostumbraba hacerlo el invierno por sí mismo; pero no encendí ninguna luz.
Cerré los ojos y automáticamente comencé a ver la seguidilla de imágenes que cruelmente pasaba delante de mí sin pausa, sin permitirme un respiro, sin dejarme asimilar el trágico hecho. Beatriz, Beatriz, Beatriz. Siempre era ella, siempre había sido ella. Beatriz era la razón por la que jamás me había casado, Beatriz era el porqué de mi negación a amar una nueva mujer. Beatriz era la razón de mi vida, la razón de mi existencia. Y ahora estaba muerta, sí, muerta. ¿Por qué? ¿Por qué no podía ser inmortal, como lo era y lo sería eternamente mi amor por ella? ¿Por qué, si la inmortalidad no es más extraña ni increíble que la muerte?
Con lentitud, en medio de aquel torbellino de inmensa nostalgia, fui adentrándome al mundo de la vigilia y, luego (aunque no sabría precisar bien en qué momento), al mundo de los sueños. Allí me perdí instantáneamente en un conjunto de calles entrecruzadas que se hicieron presentes en mi mente: un laberinto. En el fondo de mi conciencia, todo aquello me pareció increíble, pues de por sí la idea de perderse no es rara, pero sí lo es la de crear un lugar para que la gente se pierda. Sin embargo, no fue sólo eso lo que me maravilló; lo verdaderamente extraño fue tener la certeza de que ese laberinto estaba perdido, cosa curiosa, porque un laberinto es un lugar donde la gente se pierde y no un lugar que se pierde. Esa idea doblemente mágica me abatió, pues era a su vez doblemente terrible. Estar perdido en un lugar perdido. ¿Cómo sería posible salir de allí? La muerte de Beatriz me había desorientado. Ella era la mujer de mi vida, la persona a quien soñaba todas las noches con ilusión. Pero esta vez el sueño era un abismo negro, y a pesar de que la veía, mi inconciente ya no podía imaginarla como antes. “¿Quién serás esta noche en el oscuro sueño?”, pregunté desgarrado.
De repente, el laberinto auto-escrutador de mi mente se abrió. Y vi infinitamente en sueños la fusión de lo que había sido y aún era mi vida. Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una gran pirámide, vi un laberinto roto (era Londres), vi interminables ojos inmediatos escrutándose en mí como en un espejo, vi todos los espejos del planeta y ninguno me reflejó, vi en un traspatio de la calle Soler las mismas baldosas que hace treinta años vi en el zaguán de una casa en Frey Bentos, vi racimos, nieve, tabaco, vetas de metal, vapor de agua, vi convexos desiertos ecuatoriales y cada uno de sus granos de arena, vi en Inverness a una mujer que no olvidaré, vi la violenta cabellera, el altivo cuerpo, vi un cáncer de pecho, vi un círculo de tierra seca en una vereda, donde antes hubo un árbol, vi una quinta de Adrogué, un ejemplar de la primera versión inglesa de Plinio, la de Philemont Holland, vi a un tiempo cada letra de cada página (de chico yo solía maravillarme de que las letras de un volumen cerrado no se mezclaran y perdieran en el decurso de la noche), vi la noche y el día contemporáneo, vi un poniente en Querétaro que parecía reflejar el color de una rosa en Bengala, vi mi dormitorio sin nadie.
Había abierto los ojos, y mi mirada yacía en el lugar vacío a mi lado, donde solamente una vez había reposado la dueña de mi desesperado amor.
Ahora, ella reposaría en otro lugar por siempre. Algunos se preguntarán, quizás, dónde estará la diferencia cuando en verdad ella no estuvo nunca realmente conmigo. Pero la hay, sí que la hay, pues Beatriz ya no camina por este mundo; ahora no compartimos siquiera eso. Durante aquel rápido sueño había estado perdido porque antes me había decidido a buscar algo: la forma de seguir con ella. Y despertándome había hallado la respuesta.
Nuevamente cerré los ojos, intentando hundirme una vez más en el mundo de los sueños, pues despertar es como soñar con la vida de la misma manera que dormir es como soñar con la muerte.
Y yo había optado por la segunda.

María Teresita Arrouzet.
Homenaje.


"Fácilmente aceptamos la realidad, acaso porque intuimos que nada es real."
J.L. Borges.