Mi urgente necesidad de aprovechar
las vacaciones para leer todo aquello que durante el año se me hace imposible
debido a la gran (por no decir enorme) demanda de lectura que requiere la
facultad, hizo que en un mes y medio leyera seis libros (y medio, pronto serán
siete). Los primeros tres, como ya saben, fueron una pérdida de tiempo: 50
sombras de Grey y la puta que te parió con tus libracos de casi quinientas
páginas de pura mierda. Luego, ya fuera por las ganas de saber de qué se
trataba, o por las excelentes críticas y recomendaciones, o por el simple hecho
de relacionarlo con el estilo fantástico y épico de Tolkien, me sumergí de
lleno en el primer tomo de la serie Juego de Tronos… un verdadero alivio
después de leer más de mil páginas de cachondeo meloso, berreta y machista.
Ahora bien, mis vacaciones en
realidad no son “vacaciones” propiamente dichas, pues sigo yendo a trabajar,
pero estoy en ese momento de mi vida donde el verdadero laburo para mí está en
la facultad… Por lo tanto, podríamos decir que estoy gozando de unas vacaciones
“mentales”, donde me permito descansar de lo agotador que resulta estudiar sin
parar tantos meses al año. ¿A dónde quiero llegar con esto? A que si bien no
tengo preocupaciones relacionadas con el Derecho, sigo cumpliendo horarios y
teniendo otro tipo de responsabilidades laborales, lo que no me permite
dedicarle todo el tiempo que realmente quisiera a leer todos aquellos libros
que tengo en mente.
Y aquí es donde entra en juego el
e-book. Qué buena adquisición. A ver, es cierto que podría llevarme cualquier
libro conmigo todo el tiempo y leerlo en los momentos que tuviera libre fuera
de mi casa, pero no es lo mismo; el libro electrónico es muy cómodo. También es
cierto que para poder seguir con la adictiva historia de Juego de Tronos podría
haber descargado el archivo al e-book… Pero aquella parte tan estructurada de
mi personalidad no me lo permitió. No, no podía seguir leyendo electrónicamente
un libro que ya había empezado en papel, con lo emocionante que resulta eso,
sobre todo cuando se trata de un libro tan grande y complejo. Así que opté por
hacer aquello que hice durante años, cuando mi cabeza estaba más relajada y me
lo permitía: leer varios libros a la vez. En este caso, decidí empezar un libro
en el e-book para poder leer cuando tuviera oportunidad durante el tiempo que
estoy fuera, y retomar Juego de Tronos una vez que estuviera de vuelta en casa.
Quizás haya sido el amor que siento
por las sagas (admiro esas historias que ocupan varios libros, particularmente
disfruto más de las tramas y logro encariñarme mucho con los personajes), o
quizás la necesidad que siento últimamente (bah, que siento desde siempre) de
huir de la realidad con la apasionante ciencia ficción, o quizás haya sido
también el impacto que me causó la película cuando la vi hace menos de un año.
La cuestión es que consideré que la saga de “Los Juegos del Hambre” seguramente
sería algo interesante y ligero para leer en cualquier momento, sobre todo
porque los libros no parecían muy largos. Además, cuando fui al cine y observé
el fanatismo que generaba el estreno, experimenté una extraña nostalgia que
sólo pude asociar con lo que lograba producirme el fenómeno Harry Potter años
atrás (cuyo final claramente significó el fin de mi propia infancia). “Tal vez
esta saga sea para los chicos de ahora lo que para mí fue Harry Potter durante
mi niñez y adolescencia”, pensé. Y ya fuese por la intriga que me originaba, o
por la añoranza que caracteriza aquel aspecto sensible de mi personalidad (sí,
lo tengo), empecé a leerlos…
Y los devoré. Si bien le ponía
fichas a la saga, jamás hubiera esperado encontrarme con algo tan bueno. Como
había visto la película, el primer libro no hizo otra cosa que comprobar lo
realmente impactante que resulta ser ese mundo absolutamente distópico que
describe, aumentando mi ansiedad y mis ganas de avanzar en la fantástica trama.
Desde el principio me maravilló darme cuenta cómo con tan pocas palabras y
sencillas frases, la autora lograba impactarte sin necesidad de escribir grandes
párrafos o hacer densas descripciones. Lo mismo con los personajes: unos pocos
conceptos y algunos simples hechos bastan para identificar las personalidades
de cada uno de ellos, lo que no significa en absoluto que no sean muy, muy
complejos.
Luego de terminar el primero, empecé
sin esperar el segundo, esta vez desconociendo por completo el rumbo que
tomaría la historia. Además, “Los Juegos del Hambre” me había parecido tan
bueno, que no imaginaba cómo sería posible superarlo, sobre todo teniendo en cuenta
que, aparentemente, su trama no podría repetirse demasiado. Y así comienza el
libro, interesante pero con suspenso, sin dejarte en claro cómo se desarrollará
las páginas siguientes… Hasta que de repente la historia da un batacazo que te
deja en estado de shock por lo inesperado que resulta. O por lo menos eso me
pasó a mí. Solté un “Naah… jodeme” en aquel momento, y no pude dejar de leer,
sorprendiéndome lo superador que resultó ser el segundo libro con respecto al
primero, algo que para los autores debe ser difícil de lograr. Y ese final…
Hizo que agradeciera tener el tercer libro ya en mis manos, porque de otra
manera la ansiedad hubiera sido insoportable, como en su momento lo era Harry
Potter: salía el libro en julio, la traducción llegaba en febrero del año
siguiente, lo leías en cinco días… y tenías que esperar nuevamente dos años
hasta poder empezar el siguiente (ahora que lo pienso, Rowling debió de
sentirse bastante presionada a la hora de escribir, lo que hace que la saga de
siete libros resulte ser todavía más valorable).
Y qué decir del tercero. Todo lo que
ya de por sí resultaba distópico, redobla la apuesta, aunque dejando ver algún
rastro de una posible utopía. El relato se vuelve inesperado y, sobre todo,
desesperante, porque cada vez que las cosas parecen marchar bien, todo se
derrumba. Aún así, mantiene un cierto hilo de estabilidad dentro de lo que
parece ser un avance inestable… hasta que llega un punto donde todo se va al
carajo. Pero en el buen sentido de la frase: lo que venía ocurriendo da un
vuelco de ciento ochenta grados, algo que logró dejarme con la boca abierta… y
que no pude cerrar hasta el final. Y sigo maravillada con lo mismo: esa forma
de decir las cosas con pocas palabras y frases sencillas. ¿A qué me refiero con
“cosas”? A grandes conceptos: la guerra, la paz, la pobreza, la lealtad, la
traición, la amistad, y el amor. Concisa y concreta, la autora da en la tecla
en cada una de las concepciones que trata durante la historia. Y qué decir de
los personajes… con escasos vocablos y simples actos, logra delinearles
personalidades sólidas y atrapantes. Katniss es increíble, y Peeta… hacía mucho
que un personaje no lograba enternecerme tanto como él. Y de forma sencilla,
sin rebuscar demasiado.
Ayer me tocó leer el final. Siempre
que leo una serie de libros, por más que parezca tan buena, no puedo dejar de
preguntarme cómo será el final. Si siempre es difícil terminar cualquier cosa,
en especial una historia, no quiero ni imaginarme lo que debe ser darle fin a
una saga de libros, donde la línea entre el éxito y la decepción puede llegar a
ser muy fina. Lejos de ser decepcionante, el final de la trilogía “Los Juegos
del Hambre” resulta perfecto: porque lejos está de ser tontamente feliz (eso sí
que decepcionaría), sino que logra mantener una coherencia impecable con todo
lo anteriormente relatado.
Teniendo en cuenta la sensación
reflexiva que me dejó la saga, me di cuenta que no fue tanto la nostalgia por
los libros infantiles lo que me llevó a apreciarla, dado que, a medida que iba
leyéndola, me di cuenta que la historia lejos está de ser para niños, sino más
bien otra cosa: esa necesidad de ver el mundo real desde otra óptica; la de una
absoluta (o quizás no tanto) irrealidad.