21 septiembre 2009

Estar más allá...
¡qué genialidad de concepto!

Increíble como un viaje de diez horas entre ida y vuelta pueden acercar más que toda una vida rutinaria compuesta de miles de viajes de quince minutos.
Conócete a tí mismo, conoce a los demás,
conmuévete con sus historias, conmuévelos con las tuyas, pero no pierdas en razón de ello aquello que te pertenece, que te es propio, que es "incompartible": tu identidad.

Difícil es la vida del escritor que, aunque quisiera lo contrario, no puede evitar sumergirse en la soledad innata que lleva consigo... Es como una especie de droga. Fundamental.
¡Cuántas veces me habrán dicho que reservarlo todo no es bueno!
Pero tampoco lo es extrapolar cada detalle de lo que nos pasa a todas horas.
¿Será egoísta aquel que calla?
Quizás eso piensen algunos...
Mi concepción es bien diferente. En realidad se trata de impedir que nuestra identidad se nos escape de las manos, pues ella se conforma de pequeñas cosas que prefieren ser guardadas...
Si dejaran, por el contrario, de ser secretos, ya no nos pertenecerían únicamente a nosotros mismos, sino que serían patrimonio colectivo.

Y no hay cosa peor en el mundo que perder aquello que es tan nuestro.

Decir, contar, comentar... ¡cuántas veces resulta ser más inteligente quien no dice nada!
El silencio no siempre es sinónimo de cobardía. Pocos lo entienden. Pocos lo saben.
Pocos lo consideran como un signo de paciencia (¡La paciencia! ¡Qué virtud tan perfecta!),
como un signo de tranquilidad, de espera, de no impotencia.
Pero ante todo, como un signo de cálculo; es casi imposible adivinar con certeza todo lo que pasa por la mente de aquellos que en silencio esperan...
¿Qué esperan? Sólo ellos lo saben.

Esa capacidad de resistir conteniéndolo todo durante tanto tiempo es la verdaderamente envidiable. ¿Por qué? Pues porque requiere de una fuerza interna capaz de soportar la lucha entre decir y callar...

Una fuerza lo suficientemente potente que permita, precisamente, estar más allá.

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