24 marzo 2011

No entiendo a los hombres, por Josué Barrera.

¿Por qué los hombres son tan estúpidos? Si ellos dicen que no entienden a las mujeres, yo puedo decir lo mismo. Son tan contradictorios, realistas, fríos, que me cuesta trabajo creer cuando dicen que sienten algo por mí. ¿Por qué me dices tal cosa?, termino preguntándoles a cada uno para luego mirar la manera en que no responden.

Ahora, por ejemplo, no llevo más de diez minutos sentada en esta mesa del Samborns, y ya he sentido la mirada insistente de tres hombres. Los tres me vieron antes de que eligiera la mesa. Estoy segura que sólo bastaría mirarlos de vuelta para que después me sigan cuando me levante de la mesa y me dirija al baño y se interpongan en la puerta para preguntarme mi nombre. Lo digo porque ya me ha pasado. Los hombres no son ninguna caja de sorpresas. Puedo predecir cada uno de sus movimientos. Sus pensamientos no, porque como dije, suelen se contradictorios. Dicen algo y hacen lo otro; en eso se parecen a nosotras las mujeres.

Cada tarde es igual, sin excepción. Después del trabajo entro a Samborns, me siento en cualquier mesa disponible y eso basta para ser asediada por varios hombres. Son muy evidentes. Los odio. Sin embargo, no me molesta ser el centro de atención de vez en cuando. En ocasiones compro una revista antes de llegar, llevo algún libro que tenga pendiente o traigo este cuaderno donde escribo y que me hace ver, en eso no tengo duda, interesante. Todos han de creer que soy escritora porque cuando escribo lo hago sin descanso, se me sueltan las palabras (quizá sea por el café o el azúcar), se liberan las ideas y escribo hasta sentir que alguien me mira, entonces lo ubico y empiezo a mirarlo y a imaginar todo lo que haría y dejaría por estar conmigo.

En mi cuaderno suelo escribir las historias que los demás imaginan de mí, o las que me gustaría que imaginaran o que sucedieran en realidad. Como estoy segura que todos creen que soy una prostituta (aunque lea o escriba soy una mujer sola que va cada tarde y que mira con atención a los demás), escribo historias de prostitutas. Siempre soy la protagonista, siempre acepto la invitación de subirme al auto de quien me invite a pasear y siempre termino en un motel con un desconocido.

Mi cuaderno lo escondo bien, no vaya ser que mi madre o mi hijo lo descubran y vayan a pensar algo que no es. Aclaro: nunca he sido como la protagonista de mis historias, nunca me he subido a ningún auto y mucho menos he terminado en la cama acompañado de un desconocido. Si lo he escrito es porque puede ocurrir en cuanto lo permita, y eso puede ser en cualquier momento porque en cualquier momento hay hombres dispuestos, como el de ayer que me siguió hasta la salida de la tienda para decirme si quería ir a pasear. Por supuesto le dije que no, gracias, en medio de una sonrisa. Insistió diciéndome otras cosas, pero yo me quedé con la misma respuesta. Me dirigí al auto y subí de prisa. Antes de encenderlo miré que el hombre aún seguía en el mismo lugar. Me dio lástima, mucha lástima. Imaginé su vida, sus carencias, lo que lo había llevado a realizar ese tipo de petición. Me dio lástima pero a la vez disfruté mirarlo de ese modo. Me sentí deseada, atractiva, capaz de despertar ese tipo de emociones.

Cuando llegué a casa, abrí con apuro mi cuaderno y escribí que aceptaba su invitación y que me llevaba a un motel donde teníamos relaciones de una manera atroz, violenta, sin pudores. Al terminar la historia me sentí agotada y me di un baño con agua caliente. Dentro de la tina imaginé que aquel hombre me acariciaba.

Ahora he venido al café con un mínimo de esperanza de verlo, aunque sé que ese tipo de hombres no vuelven, desaparecen en seguida; lo sabré yo. Confieso que me gustaría verlo para que me hiciera de nuevo la invitación y disfrutar gozosamente su mirada. Le diría que claro que no, que cómo se atreve, que qué estúpido, pero lo vería y lo escucharía con atención para así alimentar mis historias que me hacen sentir, de una u otra manera, más viva, más deseable, más mujer.




¡Muy bueno!

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